24.11.2017 – tiempo: 7′
— Perdone… ¿cómo dice?
— No, que echo de menos viajar como viajaba antes.
— Pero… se le ve bien, ¿qué se lo impide?
No estoy familiarizado con Madrid; me he movido más por Cataluña. Llegué para tomar el autobús del Inserso, y cuando aquella mañana salía de Atocha hacia Méndez Álvaro todavía faltaban un par de horas. Llegaría a rastras con mi maleta de ruedecitas y quería coger, con tiempo, el autobús.
Donde la acera de la estación se ensancha, podía preguntarle a la señora del perrito sin estorbar el paso.
— Por favor, la estación Méndez Álvaro?
La señora del perrito me indicó que tomase la calle a la izquierda. Pero se produjo un giro. Manteniendo la cabeza en alto, suspiró y dijo:
— ¡Ay!, ¡si yo pudiera!
— Perdone… ¿cómo dice?
— No, que echo de menos viajar como viajaba antes.
— Pero… ¿qué se lo impide?, se le ve bien.
— Es que le veo con la maleta y no puedo evitarlo, ¡lo echo tanto de menos!
Aparqué lo de Méndez Álvaro y me centré en lo que me decía.
— Ya, pero perdone, Ud. no tiene mal aspecto.
— ¿No puede viajar?
— No me lo impide nada.
— Entonces, ¿por qué no lo hace?
Ya te digo. Tenía que tomar el autobús para la excursión a Extremadura y no quería perderlo. Pero se abrió una plática imprevista.
Estábamos en medio de la acera. Ella con el perrito, y yo con la maleta de ruedas. Dejando a un lado mis prisas, y la maleta, le pregunté.
— Pero por qué precisamente a ella. ¿Te llamó algo la atención?
— Nada, nada. La recuerdo en medio la acera. Alta, grande, de unos 70 años. Con un abrigo para el invierno de Madrid, ceñido. Eso sí, con cuello de pelo animal, como antiguamente.
Bien vestida, con el perrito, podría parecer un personaje de una novela, de finales del XIX, escapado a dar una vuelta por Atocha.
— Entonces, ¿por qué no lo hace?
La señora titubeaba, yo aguardaba intrigado.
— Los viajes que hacía ya no los puedo hacer.
— Perdone, ¿pero por qué dice eso?
Yo seguía intrigado y ella seguía titubeando. A ver.
— Es que –y miró alrededor…
— ¿?
— Yo fui la gobernanta del rey.
— Y claro, los viajes que hacía ya no pueden ser.
— …
— Estoy jubilada
De la muchas confidencias inesperadas que me han hecho, esta me sorprendió. No tenía con la desconocida señora ninguna relación, no nos conocíamos… desconfiado miré alrededor; ¿estarían grabando?
Y empezaron a fluir -yo percibía su necesidad a medida que hablaba- sus sentimientos de su vida pasada, que la desbordaban, liberados.
«Entré a trabajar con don Juan Carlos a los 17 años; teníamos la misma edad. Yo llevaba así recogido el pelo, a los lados. Por eso él siempre me llamaba “coletas”: “coletas”, esto; “coletas”, lo otro…
Aunque aún no era rey yo le llamaba “majestad”. Así lo dejaba claro, cuando no aún estaba decidido y habían moscones que pretendían el trono.
Me ocupaba de sus cosas, de su ropa. Le atendía personalmente. Más adelante fui su gobernanta…»
«Al rey, quien lo quería de verdad era el caudillo; su padre no. Don Juan nunca perdonó que se lo saltase. Y Franco se ocupó del príncipe -de Juanito-, y de sus estudios. Como un padre.
Un día le regaló una moto, la primera. Una Honda negra, preciosa. El príncipe se puso muy contento: Coletas, mira, ¡qué bonita! Anda, ¡vente a probarla!
Era así de alegre.
— Pero, ¡majestad!, ¿ahora?, ¿así como voy?
— No te preocupes. Ponte el casco y agárrate.»
«Nos fuimos carretera arriba, yo detrás, agarrada; era verano y hacía calor. Al pasar por Navas del Marqués paró frente la piscina municipal para darse un chapuzón.
— Pero ¡señor!, ¡si no lleva bañador!
— No te preocupes.»
«Se quitó la ropa, -quedó ante mi tal como vino al mundo-, echó a correr y se lanzó al agua.
Nada más tirarse, desnudo, fueron a por él los monitores; pero claro, en cuanto sacó la cabeza y vieron quién era se quedaron de piedra.
Para cuando salió del baño ya le tenía preparada una toalla. Y mientras se secaba expresaba la felicidad del día, del chapuzón y de la moto nueva. Era siempre así.»
«A doña Sofía no la nombraba. ¿Ha llegado la extranjera? ¿está la extranjera en casa?
Un día fuimos de compras. Se había echado de novia a una canaria, casada, muy guapa y simpática que venía a Madrid a verle. Íbamos por los pasillos de El Corte Inglés, ellos delante, y yo, con las compras, un paso atrás.
En eso que aparece por el frente doña Sofía acompañada de la duquesa del Infantado, el conde de Mayalde y varias más.
Nos quedamos de piedra, y Dª Sofía va y le dice a la canaria:
— Tú, puta, largo de aquí -y encarándose a don Juan Carlos:
— Y tú, Juanito, no quiero ver más a esa puta y que sepas que esto no va a quedar así. Hoy hablaré al caudillo y que haga sucesor a tu primo.
A mí, que estaba muerta de miedo, me mandó inmediatamente a palacio.»
— Lo que dices está bien pero no tiene sentido que te lo esté contando en la calle, por las buenas, una desconocida.
— Cierto, por eso desconfié. Miré a ver si lo estaban grabando. Pero no era eso. La señora no me lo contaba a mí: mantenia la cabeza alta, hablaba mirando al cielo. Necesitaba dejarlo salir.
Por eso me atreví y le dije cariñosamente:
— Me deja asombrado. Pero -y la miré con respeto- en esa época Ud. tendría unos 18 o 20 años; alta, delgada… bueno, algún requiebro le echaría el príncipe… como poco…
La respuesta fue rápida:
«– ¡Ah!, ¡no!, ¡de eso nada!, en esas cosas el rey es un caballero… esas cosas, las dejaba para fuera de casa… no mezclaba…»
Terminaba la conversación o perdía mi autobús. Dª Ana tenía la hija, abogado del estado, trabajando en el despacho de Rato. No le gustaba lo que veía y se lo quería dejar.
Me despedí cortésmente quedando en visitarla alguna vez.
No lo hice.
Ana V. M. gobernanta del rey – 27.03.2013