DESPUÉS DE LA BATALLA DE LA HISTORIA (s. XIX)
El territorio de la Edad Media estaba investido de un valor asignado muy superior al actual. Se distribuía en clústers (feudos) que disponían de continuidad para la subsistencia y la seguridad. Y, en contrapartida, contar con una población propia inseparable permitió alcanzar el óptimo de explotación en todo tipo de terrenos..
Era, también, depositario del imaginario colectivo. Por lo tanto, susceptible de cobijar -en lugares determinados- inquietantes poderes. Ya fuesen de carácter sagrado (Santiago, Covadonga, El Pilar, Montserrat… ), o perturbador (Zugarramurdi, las columnas de Hércules, o Finisterrae… ).
La consideración prodigiosa y nutricia de la naturaleza; la codificación de la topografía (grutas, bosques, cruces de caminos…); la exhuberancia en los símbolos (especialmente en la arquitectura religiosa: orientación, altura, planta, elementos constructivos…), y sin excluir la heterodoxia… ; así como las representaciones de figuras humanas… permitirán, a través de los imaginarios colectivos, la atribución de patrones sociales y atributos personales, que más tarde (a partir de la Edad Moderna) se irán transformando en valores jurídicos (derechos individuales).
Por lo tanto la Edad Media europea (a diferencia de otros sistemas coetáneos) se reafirma como un período de fuerte codificación dual. En un ejercicio formidable de interpelación e introspección. Y que, hasta bien avanzado el siglo XVIII, la prevalencia de cualquier opción no implicará la exhibición de su fuerza más allá de la proclamación (también cruel) de la derrota del otro. Sin capacidad para exterminarlo, invisibilizarlo, o de reescribir su memoria o su historia.
En este robusto contexto -formado por la cosmogonía cristiana medieval, el medio físico, y el imaginario colectivo añadido- tiene lugar el pacto feudal, realizado sobre el territorio (La Nueva Jerusalén), entre el señor de la tierra (por El Rey) y el siervo.
Este gen antropológico se estirará a través del tiempo histórico, mucho más allá de la Edad Media. Basta ver que, avanzado el s. XX -con la agricultura, todavía, como sistema de vida universal– la ruptura del pacto (abandono del territorio) sólo se entenderá (justificada) por el incumplimiento de la obligación de ofrecer subsistencia o seguridad.
La tolerancia hacia símbolos y representaciones humanas -frente a otros sistemas que los restringían, o directamente las prohibían-, no es una cuestión menor. Permitirá identificar al individuo como sujeto de la Historia.
Teniendo en cuenta las limitaciones en el transporte, o los estrictos marcos culturales, el arraigo a un determinado microterritorio conllevaba compartir necesariamente fuertes sentimientos de afinidad. Los valencianos limítrofes con los murcianos o manchegos compartían valores o idiosincrasias, con mayor intensidad que con los del litoral. Lo mismo, respecto a los pobladores de «la franja«, en Huesca y Teruel. O El Bierzo leonés, respecto a Galicia, etc…
Con la decadencia española, gran parte de la meseta y del interior de los territorios periféricos – mal comunicados, empobrecidos, con idiosincrasias acentuadas, pero preservando sus patrones culturales y su organización señorial- se replegará en imaginarios pretéritos. Y con la resignación del Estado. Es el mapa del tradicionalismo carlista.
Ese doble patrón -un correoso Antiguo Régimen que se resiste a extinguir y un incipiente Estado Moderno que no acaba de cuajar- se consolidará.
UN PAÍS QUE NUNCA FUE?
Se equivoca Sergio del Molino cuando escribe sobre un país que nunca fue.
El interior español, no solo la meseta, preservará su poder social hasta mediados del siglo XX. Encarnando la cultura popular castiza y articulándose sobre los residuos de la estructura institucional de los antiguos señoríos, que, con el aislamiento y la incomunicación, subsistirán.
Las guerras carlistas paralizaron el estado, terminando en una paz con concesiones. Durante la restauración, sus votos cobrarán valor a través del sistema caciquil.
La República los ignoró, perdiendo la afección de las capas agrarias conservadoras.
LA ESPAÑA DEL S. XX
La Dictadura de Primo de Rivera (1.923) llevó a cabo un amplio plan de obras públicas, principalmente carreteras. Se mejorará a la comunicación entre territorios, poniendo fin al aislamiento ancestral.
Pero fue la II República (1.931), la que, además de continuar los planes de Primo, inició políticas culturales y sociales de más calado.
En el período franquista se culminarán las intervenciones anteriores.
Su larga duración (40 años) posibilitó la modernización de la Administración y la implementaciónde políticas territoriales, desarrollo de las comunicaciones y de la infraestructura agrícola e industrial.
En el período, el excedente de mano de obra agrícola emigrará hacia las zonas industriales.
Con el arranque de las autonomías (1978), se equipararán las comunicaciones y la dotación de servicios públicos. Se acabaron los territorios aislados o marginados.
Pero esto no supondrá el regreso de la población ni el freno al abandono de la tierra. Se trata de una tendencia global preocupante. En su fase actual, con la transición demográfica, se estan vaciando las ciudades intermedias en beneficio de hábitats de mayor concentración urbana (áreas metropolitanas de macrociudades).
Y en el caso español, no parece que ni sus rígidas estructuras autonómicas, ni su descomunal coste, favorezcan invertir o amortiguar esta tendencia.
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En recuerdo agradecido al profesor Nadal Oller, de la Universidad de Barcelona.